Donvina López Taboada

Retomo las actividades blogueras después de varios meses de incertidumbres laborales y muchos proyectos que han requerido mi atención. Sé que no es buen comienzo, incluso si las aspiraciones son pequeñas.
Lo retomo para recoger el guante lanzado por el curso que estoy haciendo ahora, #INTEF182, sobre Educar en Igualdad, y me han pedido, además de una bitácora de aprendizaje, que presente a una mujer que sea importante para mí. 

Me sorprende, pero no me extraña. Casi la misma tarea, que hace nada yo pedía a mis acompañantes en los talleres de Igualdad de Majadahonda. "Sacad de las tinieblas historias que merezcan ser recordadas". 

Es difícil escoger solo una mujer y no centrarse en las hazañas de muchas mujeres. A tantas he admirado y dedicado que decidir era difícil. Iba a hablar de una de mis abuelas, que ha fallecido ahora hace cinco años, por su fuerza, coraje y tesón. Con su foto en la mano,  me di cuenta de que de quién tenía que hablar era justo de la otra. La arrebatada. La insuperable. Que por doler ha dolido tanto, que no tengo en gigas y gigas de fotografías, ni una sola donde figure retratatada.

Mi abuela estudió hasta los doce años, y luego aprendió oficio de costurera. Su amor y piedad nos marcó a todos: hijos, sobrinas y sobrinos, que crió en su casa, y luego nietas. Se hizo cargo de la tierra y cuidó siempre a los que lo necesitaron, vecinos y amigos. Sus manos, y este es mi primer recuerdo que quiero compartir, eran ásperas y grandes. Cuando me tenía que llevar a la escuela, el cabello se le enganchaba entre las heridas de las manos al hacerme la coleta, y le daba mucha lástima. Pero a mí nunca me importó, sólo me dió más orgullo. Arañó con sus manos callosas, para siempre, mi memoria.

Cuando joven, por un problema de salud, no pudo seguir cosiendo, trabajando si. Emigró. Primero, con su marido, a Euskadi y luego, sola, dejando un niño de un año, a Suíza, durante dos años. Su dinero permitió acabar la casa, y esta es la segunda cosa que quiero contar, el preció que pagó por la piedra y la madera de la que está hecha: su hijo, la trataba de ud., porque no la reconocía, pese a las cartas, las fotos y los juguetes.

Mi abuela nunca se metió en política, pero se confesaba conmigo a escondidas, deshaciendo los guisantes o desgranando el maíz. Ojalá que ese no saque ni un voto! No sabía de nada, pero sabía donde estaba el mal y el bien, durante la posguerra. El bien guardado bien oculto en el cuarto de la torre, en un cuarto secreto,sintiéndolo caminar, dar vueltas, confinado, junto sus ideas. "O tío era unha moi boa persoa...Marchou para Cuba e alí colleu esas ideas". Mi abuela cuenta como casi se muere del susto cuando conoció el bien, y casi da la voz de alarma, porque nunca nadie le había hablado de ningún tío y un día se lo encontró en forma de desconocido, cuando niña, en la cocina. Había bajado del cuarto de la torre. Casi lo delata, a gritos, pero su madre la agarró y le dijo que se callase. La tercera cosa es mi abuela haciéndole compañía a partir de entonces, cuando no había peligro, y le hablaba y le planchaba las camisas, y al tío aquello le encantaba, que así se lo dijo "dáballe moito gusto como llas planchaba eu". Mi abuela, que siempre fue más roja que todas las abuelas, y mucho más beata que todas ellas, porque Dios es la bondad, y habrá recompensado al tío, y probablemente a todas las personas que ella decía que eran buenas.

Es raro llamar a mi abuela por su nombre, porque solo mi abuelo la llamaba Donvina. Dos de sus cosas favoritas una la he heradado: cantar. Desde bien pequeña me enseñó y cantamos juntas, y nos estremecimos con las coplas que ella recordaba y yo aprendía de primeras. La otra cosa, la huerta y las rosas y el nectarino, que tanto trabajo y paciencia le había costado criar.

Quizá, lo más impresionante que hizo, para mí, fue volver a aprender, cuando tuvo cáncer. A leer y a jugar a las cartas, ambas cosas, con mucha valentía, para poder sobrellevar las horas de quimioterapia y de reposo. A leer, porque nunca le habían enseñado a leer en gallego, y pensaba que no iba a poder, y todos los días leíamos un poco y al final se acabó el libro, y luego otro, y le dió mucho orgullo porque los tiempos si estaban cambiando. A las cartas, porque eso era cosa de hombres, y mi abuelo nunca quiso jugar con mujeres, y mi abuela nunca había querido saber. Pero las cosas habían cambiado y mientras mi abuela estaba en el hospital mi abuelo peló patatas, cuidó gallinas, ayudó en lo que sus rodillas le permitían y nunca tanto supo lo que valía una mujer. Cuando la abuela, Donvina, salió, mi abuelo no reculó y siguió haciendo las "novedades" como mi abuela las llamaba, con mucha sorpresa. Luego vino el tute, y luego las largas partidas, y mi abuela demostró ser una jugadora dura de roer y a mia abuelo le daba mucho orgullo poder decir, que habían jugado la noche entera.

Pero esa es otra historia, que me guardo, para la próxima ocasión.

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